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Al elegir a Donald Trump como presidente, los estadounidenses entregaron las riendas del país a alguien que basó su campaña en un desafío constante al status quo, la desconfianza hacia el gobierno y el rechazo de los políticos de ambos partidos. Escogieron a un hombre que prometió canalizar su ira tanto como sus esperanzas. No sólo prometió cambios, prometió una transformación.

Resulta difícil medir las consecuencias de la victoria de Trump. En su fea y dura pelea contra la demócrata Hillary Clinton, su personalidad sirvió más de atractivo que sus propuestas. Los discursos improvisados que atrajeron a miles de personas a ruidosos mítines estaban salpicadas de propuestas pero cargadas con su filosofía política de una sola palabra: “ganar”.

El mensaje de Donald Trump encontró un apoyo que pocos esperaban en el Estados Unidos anglosajón y obrero de las zonas rurales y de algunas ciudades industriales donde las cicatrices de la Gran Recesión siguen abiertas.

El magnate comprendió su ansiedad por los empleos que se externalizan a otros países y la llegada de inmigrantes. Afirmó odiar a los medios progresistas tanto como ellos. Habló como no lo había hecho ningún otro político antes.

Este fue su alzamiento, elevar a un magnate de los bienes raíces y los reality shows de 70 años dispuesto a decir su verdad, reescribir las normas e insultar a cualquiera por el camino.

Es un cambio drástico, para los estadounidenses y para la gente en todo el mundo alarmada por su dura retórica sobre antiguos aliados y otras culturas.

La victoria de Trump se produjo ocho años después de que una coalición de afroamercianos, hispanos, mujeres y jóvenes eligiera al primer presidente afroamericano de la historia del país y diera paso a lo que muchos vieron como una nueva era de dominio progresista en la política presidencial. Los resultados del martes fueron una impugnación demoledora, aunque confusa, de las políticas del presidente Barack Obama, que sin embargo sigue siendo popular.

‘Revolución social’

“No hay nada como esto en nuestra vida”, dijo el historiador especializado en presidentes de Estados Unidos Douglas Brinkley, que en los días previos a los comicios describió una victoria de Trump como una “revolución social” comparable sólo a la victoria de Franklin Delano Roosvelt en 1932 sobre Herbert Hoover por su gestión de la Gran Depresión.

Para muchos expertos en política, economistas, mandos militares y diplomáticos —la clase dirigente, diría Trump— las propuestas del magnate resultan improbables, imposibles y en ocasiones anticonstitucionales.

Demócratas y republicanos en Washington rechazaron su idea de prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos. Pocos creen que su promesa de que obligará a Trump de pagar un muro en la frontera sea factible, en el mejor de los casos. Y en realidad sólo él sabe si su promesa de bombardear al grupo Estado Islámico en Irak y Siria hasta acabar con la milicia es algo más que una fanfarronada.

Hay indicios dispares de si la victoria de Trump es un respaldo a esos planes. Los estadounidenses votaron a suficientes senadores republicanos como para dar al partido el control de las dos cámaras federales, un claro mandato de gobierno.

Pero pese a todos sus comentarios sobre inmigración, los sondeos de salida señalaron que eso era una prioridad baja para la mayoría de los votantes. Sólo 1 de cada 10 votantes dijo que la inmigración era el mayor problema del país. Más de la mitad se oponía al plan del candidato de construir “un gran, hermoso muro”.

Oposición a Clinton

Claramente, a lo que se oponían muchos votantes era a Clinton.

La ex secretaria de Estado, con dos décadas de experiencia política, demostró ser una candidata muy tocada, en la que no se fiaban ni sus seguidores ni sus rivales. Su candidatura histórica para convertirse en la primera mujer presidenta del país no logró despertar el entusiasmo o la emoción que llevó a la coalición de Obama a las urnas. Su desconexión con los votantes blancos de clase trabajadora parece haber sido la razón de su caída.

Ni siquiera las advertencias de Obama, al decir que “el destino de la república descansa sobre sus hombros”, tuvo éxito.

No bastó con asustar a la gente con la idea de que Trump fuera presidente. Los estadounidenses también tenían sus temores sobre Clinton.

Su apego por el secretismo se convirtió en un escándalo con un impacto brutal. Su uso de un servidor privado de correo electrónico cuando era secretaria de Estado no sólo la persiguió durante meses, sino que volvió en el peor momento posible, a finales de octubre, cuando el director del FBI, James Comey informó al Congreso de que estaba investigando nuevos emails para buscar pruebas de si ella o su equipo habían gestionado de forma inadecuada información clasificada.

Comey volvió a absolver a Clinton a solo tres días de las elecciones, pero en los nueve días intermedios, con una nube de sospecha sobre la candidata, casi 24 millones de personas depositaron sus papeletas por anticipado. Eso es una parte considerable de todos los votos en los comicios a la presidencia.

La victoria de Trump convierte en un chiste todas las bromas políticas habituales. Prácticamente no tuvo equipos contratados a nivel local, sus anuncios en televisión estuvo lejos de la campaña publicitaria de su rival. Ignoró en gran parte la práctica de analizar y clasificar a los votantes para dirigirse a ellos de forma dirigida, consagrada tras las dos victorias de Obama. La campaña de Clinton recaudó 513 millones de dólares, casi el doble que Trump, contando los 66 millones de dólares que puso de su propio bolsillo.

Aunque los encuestadores y profesionales políticos de ambos partidos no le tuvieron en cuenta al principio, él dijo haber consolidado en un movimiento el apoyo de votantes que llevaban tiempo alienados de la política.

“Los hombres y mujeres olvidados de nuestro país ya no se verán olvidados”, dijo Trump.