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Los que nos fuimos no podemos dejar de pensar en los que se quedaron. Es extraño, pero el habernos ido nos acercó aún más a nuestro país de origen. En esto pienso cuando veo a tantos venezolanos en esta ciudad de exilios. Se fueron de Venezuela, pero Venezuela no se fue de ellos.

“¿Qué sabes de Venezuela?”, me preguntan, cuando ellos saben mucho más que cualquiera. Tienen los ojos rojos y ojerosos, la mirada en otro país. Se pasaron la noche en Twitter, en Facebook, en Instagram, viendo los videos de la Guardia Nacional Bolivariana disparando a jóvenes indefensos, en edificios, abusando, pegando con cascos en la cabeza de sus detenidos, juntándose hasta seis uniformados para arrestar a una sola mujer venezolana.

Rompe el corazón escuchar la indignación de la valiente madre del estudiante, a quien violó un guardia con el cañón de su rifle; o el relato de César Cegarra, quien llevaba en una moto a la reina de belleza, Génesis Carmona, antes de que ella muriera por un disparo en la cabeza (la entrevista con Cegarra está en jorgeramos.com); o a la mujer cuya hija fue asesinada por un escopetazo en plena cara; o a la que abraza en la morgue el cadáver aún tibio de su hijo; o las lágrimas impotentes del actor Wilmer Valderrama en Los Ángeles, tan lejos, pero tan cerca.

Miami, esta ciudad donde todos venimos de otro lugar, tiene una gigantesca capacidad para absorber el dolor. Durante 55 años ha aguantado el dolor de los cubanos, que aún no entienden por qué América Latina quiere ser amiga de sus dictadores. Miami recibió después a los centroamericanos que huían de sus guerras y su pobreza. Luego a los colombianos que dejaban la violencia de sus Escobares. En intervalos han llegado mexicanos y sudamericanos que querían al menos una noche sin pensar en el robo, en el secuestro, en el desempleo, en el último ex presidente millonario, en la arrogancia de los poquitos que tienen tanto y no saben compartir. Los últimos en llegar – ¡bienvenidos! – han sido los venezolanos.

Y los que llegamos antes los abrazamos con solidaridad; ya pasamos por lo mismo y sabemos que no es fácil. Los venezolanos duermen con el televisor prendido, escuchando los inteligentes argumentos de Jaime Bayly contra cualquier dictadura, analizando hasta el último detalle de lo que dijo o no dijo CNN en Español y esperando, casi como un rezo, las noticias de las 11:00 de la noche.

Nunca apagan el celular; esperan con ansia la llamada que diga “todo se acabó” o, con aprehensión, la de un familiar que fue robado, golpeado, vejado. Los de aquí siempre están pensando en los de allá.

Pero despertamos y el monstruo sigue ahí.

A veces – me lo dicen – los venezolanos se sienten culpables al ir al supermercado o a la farmacia y darse cuenta que todo lo que sobra aquí hace falta allá. Han hecho de “Doralzuela” y “Westonzuela” sus nuevos barrios en Florida, donde nadie tiene que hacer una “guarimba” para bloquear las calles y evitar el paso de los “colectivos”, esas milicias represoras de Maduro.

Maduro no es, siquiera, una mala copia de Chávez. Pero el recuerdo de cómo Chávez aplastó en 2002 una manifestación masiva contra su gobierno en Caracas, causando la muerte de 18 personas, todavía está fresco en la mente de muchos venezolanos. El recuerdo de la Policía abriendo fuego contra un grupo de estudiantes que protestaban contra el gobierno de Maduro, quedará también grabado en su memoria. Y la situación está empeorando: Diecisiete personas han muerto en la violencia de los días siguientes.

Un presidente que mata a sus estudiantes no debe ser presidente. Pero hay un cómplice: el silencio internacional. Los dirigentes de otras naciones no parecen estar muy preocupados por lo que está ocurriendo en Venezuela.

A veces pareciera que el mundo borró del mapa a Venezuela. Por eso los venezolanos se sienten tan solos. Imposible saber qué va a pasar. Pero a muchos ya nos pasó. Veníamos por un año y nos quedamos. Yo llevo 30. Y mientras tanto, seguimos en Miami. No se los queremos decir, pero ya lo hemos visto antes. Esto siempre les pasa a los que están condenados a querer de lejos.

“¿Qué sabes de Venezuela?”, vuelvo a escuchar.

¿Tiene algún comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envíe un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre ciudad y país.