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María Sofía (a la izquierda), y Malendez Campos, protestan durante la manifestación "Derecho de soñar" el jueves de la semana pasada.
María Sofía (a la izquierda), y Malendez Campos, protestan durante la manifestación “Derecho de soñar” el jueves de la semana pasada.
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Era delgadita y tenía un aspecto tembloroso y vulnerable. Tenía apenas 15 años y había llevado ya una vida llena de penurias desde que perdió a su madre a los cinco años y cruzó el desierto con su padre. Pero empuñó el micrófono con determinación para hablar ante los congregados en la plaza de Union Square en Nueva York.

“Mi nombre es Diana”, dijo. “Soy indocumentada y tengo miedo”.

Con esas palabras el pasado marzo, otra joven decidió “destaparse”.

El movimiento comenzó hace varios años, con timidez, casi furtivamente, con unas reducidas concentraciones y unas pocas camisetas llamativas, lo que animó a miles de jóvenes, aterró a sus padres y puso en una incómoda posición a las autoridades, que no sabían cómo reaccionar.

Desde California hasta Georgia y Nueva York, los hijos de familias que residen sin documentos en el país “se destapan”. Desfilan tras carteles con lemas como “indocumentados y sin miedo”, protagonizan sentadas en oficinas federales y son arrestados frente al Capitolio de Alabama, a tribunales federales de inmigración y a centros de detención en el condado de Maricopa, Arizona, donde trabaja el alguacil Joe Arpaio, famoso por sus redadas en busca de extranjeros sin documentos.

Al “destapar” a sus familias y al hacerlo ellos, saben que pueden ser deportados.

Empero, y pese a que los estados aprueban leyes cada vez más severas contra la inmigración indocumentada — y los detractores tildan a sus padres de delincuentes — estos jóvenes sostienen que no les queda otra alternativa.

Incluso personas que ven su causa con benevolencia sostienen que el gobierno federal no ha logrado garantizar la inviolabilidad de las fronteras estadounidenses y que es demasiado costoso brindar enseñanza, cuidados médicos y otros servicios públicos a los extranjeros que están en el país ilegalmente. Afirman que concederles la ciudadanía porque eran niños cuando entraron ilegalmente en el país premia a los padres que violaron la ley.

Con todo, algunos jóvenes se “destapan” públicamente para describir su situación.

Entre ellos figuran Mandeep Chahal, una estudiante de medicina de 21 años que llegó a California procedente de la India cuando tenía 6 años. César Andrade, un estudiante de 19 años y profesor de tenis en Nueva York que llegó de Ecuador cuando tenía 8. Y Heyra Avila, de 16 años y asentado en Florence, Kentucky, cuyos padres mexicanos consideraron que fuera adoptada para que pudieran residir sin documentos.

Dicen que se sienten estadounidenses por más que residan en el país sin documentos. ¿Por qué son vilipendiados, juzgados y castigados?

“Destaparse fue como quitarse un peso de encima”, dijo Angy Rivera, de 21 años y residente en Nueva York, aunque nacida en Colombia y que llegó con su madre cuando tenía 3 años. “Fue una liberación. No tenía que mentir ya sobre mi vida”.

Durante su infancia en el barrio neoyorquino de Queens, su madre le dijo que no confiara en nadie, que no se acercara a las autoridades y que nunca mencionara su situación migratoria. Empero no fue hasta que Rivera comenzó a buscar trabajo y hacer indagaciones para matricularse en una universidad que comprendió plenamente lo diferente que era. No podía trabajar sin un número de la seguro social. Y, como no era ciudadana, no podía recibir becas, pese a sus buenas notas. Luchó por conseguir becas y créditos para estudiar, ganando uno con un desgarrador poema sobre su dilema, titulado “Identidad indefinida”.

Veía a sus tres hermanas menores — todas ciudadanas por haber nacido en Estados Unidos — y lloraba. Al contrario que ella, no tenían que preocuparse por ir a la universidad, encontrar trabajo, conducir, viajar y hacer planes para el futuro.

Rivera participa en el Consejo Juvenil de Liderazgo de Nueva York, que imparte entrenamiento para “destaparse”, presiona a los legisladores en Albany y tiene una página en la Internet con información y consejos prácticos para los jóvenes sin papeles, que abarcan desde cuidados médicos y cuestiones relacionadas con los estudios universitarios hasta las relaciones sentimentales. Es una de las muchas organizaciones que han florecido en todo el país para ayudar a los jóvenes a evitar la deportación y explicar al público el limbo legal en que se sienten atrapados.

“¡Por Dios!, ¿qué haces, ¿quieres que nos deporten?”, dijo la madre de Rivera tras manifestarse su hija ante las oficinas de Inmigración y Vigilancia Aduanera en Nueva York en 2010. Rivera también estaba asustada. Sin embargo, al igual que otros, encontró consuelo en un grupo, y la sensación de que se arriesgaba más para facilitar su causa.

Los extranjeros sin permiso de residencia han aumentado sus protestas, poniendo a prueba la nueva política de la Casa Blanca de “discreción procesal”, centrada en la deportación de los delincuentes más egregios, no estudiantes o inmigrantes ilegales sin antecedentes penales.

“Cuando desafiamos el sistema, el sistema no sabe qué hacer con nosotros, sostiene Mohammad Abdollahi, miembro de la Alianza Nacional de Jóvenes Inmigrantes, que ha recorrido el país organizando algunas de las protestas más sonadas hasta ahora.

Abdollahi, de 26 años, llegado de Irán a los 3 años, y criado en Ann Arbor, Michigan, es gay y no puede regresar a su país, donde la homosexualidad es un delito punible con la cárcel o la pena capital, argumento que saca a relucir en cuanto es amenazado con la deportación.

Abdollahi se ríe cuando recuerda el comienzo del movimiento en el 2006 y 2007, las furtivas conversaciones con otros jóvenes temerosos de ser detenidos por los agentes de inmigración si se revelaba su identidad.

“Tenía miedo de usar mi verdadero nombre, incluso en correos electrónicos”, agregó.

En aquel entonces, el movimiento estaba centrado en la teórica Ley DREAM, que iba a facilitar la obtención de la ciudadanía a jóvenes que se graduaran de la secundaria y se matricularan dos años en una universidad o se enrolaran en las fuerzas armadas. La ley no prosperó.

Ante ese fracaso en el 2007, Abdollahi y otros decidieron actuar más drásticamente. Organizaron pequeños “destapes” en recintos universitarios. El primero gran acontecimiento tuvo lugar en marzo del 2010 en la Universidad de Chicago.

El movimiento se extendió rápidamente y los jóvenes de dedicaron a exponer sus casos de deportación con “destapes” anuales en todo el país, copiando alguna de las tácticas de la batalla por los derechos civiles de los afroamericanos: ser detenidos por desobediencia civil.

La primera detención de Abdollahi tuvo lugar en mayo del 2010 en Tucson, Arizona, en la oficina del senador republicano John McCain. Abdollahi y otros cuatro activistas, con sus túnicas graduados, se sentaron en el área de recepción bajo una bandera estadounidense y se negaron a irse.

McCain, uno de los patrocinadores de ley DREAM Act en el 2007, enfureció a los jóvenes sin papeles en el 2008 al indicar que no la respaldaría sin mayores controles fronterizos.

Abdollahi pasó la noche en la cárcel del condado de Pima antes de ser transferido al ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas), donde fue encerrado en una habitación con otros 20 extranjeros sin papeles detenidos en una redada. Fueron esposados y metidos en un microbús para ser llevados a la frontera y deportados. Los “privilegiados estudiantes indocumentados”, dijo Abdollahi, fueron liberados.

El movimiento aprendió la lección. Cuando los activistas jóvenes se congregan ante los medios de comunicación y representados por abogados, no son encarcelados.

Hay ahora una red bien relacionada de abogados especializados en litigios de inmigración, docentes y otros profesionales que ofrecen sus servicios por dinero. Y el año pasado, en un ruidoso “destape” en Atlanta, el representante John Lewis, de Georgia, gritó “indocumentados y sin miedo” y dijo a los congregados que estaba dispuesto a ser detenido con ellos.

“Las cárceles de Georgia, las cárceles de Estados Unidos, no son ya suficientes para encerrarnos a todos nosotros”, dijo Lewis.

ICE dice tras esas concentraciones que el nuevo enfoque “incluye centrarse en los extranjeros que han cometido delitos y los que hacen peligrar la seguridad pública y la integridad del sistema de educación”. La nueva política de ICE, adoptada hace un año, ordena a sus agentes considerar el tiempo pasado por un detenido en el país y si el cónyuge o los hijos de esa persona son ciudadanos estadounidenses.

Pese a los cambios, sus detractores sostienen que no es posible deportar a todos los jóvenes que están en el país sin documentos. Según El Consejo Estadounidense de Inmigración, unos 2.1 millones de jóvenes podrían beneficiarse con la DREAM Act. Unos 65,000 estudiantes indocumentados se gradúan anualmente de las escuelas de enseñanza secundaria en Estados Unidos.

Su trato varía de estado a estado. Trece permiten a los jóvenes sin papeles matricularse en la universidad al mismo precio que los residentes legales. Y tres — Texas, Nuevo México y California — les permite recibir becas gubernamentales.

Empero, solamente una ley federal puede otorgan a los extranjeros sin papeles la tarjeta verde — el permiso de residencia — por lo que incluso los que lograr graduarse quedan en un limbo: abogados, ingenieros y maestros que sólo pueden ejercer empleos modestos, igual que hicieron sus padres por no tener papeles.

“Respiro aire estadounidense, viajo por carreteras estadounidenses, como comidas estadounidenses, escucho radios estadounidenses, veo televisión estadounidense, visto ropa estadounidense”, comenta Alaa Mukahhal. “He asistido a universidades estadounidenses públicas y privadas, he leído a autores estadounidenses, hablo con acento estadounidense, debato apasionadamente la política estadounidense y empleo las expresiones idiomáticas estadounidenses. Soy musulmán, árabe, palestino y estadounidense”.

Mukahhal, de 25 años, se estrelló contra lo que llama el “muro invisible” tras graduarse de la Universidad de Illinois como arquitecta. Nacida en Kuwait de padres palestinos que la trajeron a Chicago a los 6 años, Mukahhal sólo comprendió las implicaciones de su situación cuando salió a buscar trabajo.

Se considera más afortunada que otros: Illinois permite a los extranjeros sin papeles pagar las mismas matrículas que los residentes legales. Pero Mukahhal no puede trabajar en su especialidad por carecer de un número de la seguridad social o permiso de trabajo.

“Mi vida pendía de un hilo”, según Mukahhal. “Estaba angustiada. Era como haberme quedado atascada en el tiempo, salvo que seguía envejeciendo”.

Mukahhal se desespera cuando oye a los políticos y otros que le aconsejan “volver al país de la forma debida” o “hacer fila”.

“La gente no entiende”, sostiene Mukahhal, que solicitó asilo con la esperanza de que un juez de inmigración se hiciera cargo de su situación. “No hay fila para alguien como yo”.

Los detractores sostienen que el acceso a la ciudadanía para jóvenes como Mukahhal es una amnistía que recompensa y anima la conducta ilegal de sus padres, además de drenar fondos federales y estatales que financian los programas de ayuda.

“Es amnistía para 2 millones de personas”, dijo el año pasado el representante republicano de Texas Lamar Smith en referencia a la DREAM Act durante un debate sobre la reforma de la inmigración. Smith la consideró “una invitación abierta al fraude”.

“La gente dice, regresa a tu país, pero ¿adónde debo ir?”, pregunta Tereza Lee, nacida en Brasil de padres coreanos que la trajeron a Chicago cuando tenía 2 años. “Este es nuestro país, al que juramos fidelidad cada mañana en la escuela”.

Lee, ahora de 29 años, fue una de las primeras en “destaparse”.

Virtuosa de la música, Lee fue aceptada en las grandes academias musicales de todo el país, incluyendo la Julliard de Nueva York. Empero, no pudo asistir sin ayuda financiera, a la que no tenía derecho debido a su situación. Entre lágrimas Lee, entonces con 18 años, “se destapó” por primera vez — a su maestra de música — que se conmovió tanto que llamó a la oficina del senador Richard Durbin, un demócrata de Illinois. La historia de Lee impulsó a Durbin a presentar la primera versión de la DREAM Act en el 2001.

“Debemos hacer todo lo que podamos para retener estos estudiantes estadounidenses talentosos y dedicados”, dijo Durbin, “y no gastar preciosos recursos en deportarlos a países que raramente recuerdan”.

Empero, muchos en el movimiento insisten que no solamente los estudiantes merecen el derecho a quedarse, sino cualquier joven que se crió en Estados Unidos, incluso los que no van a la universidad.

Por reconocimiento propio, Keish Kim, de Roswell, Georgia y que llegó de Corea del Sur cuando tenía 8 años, es una buena estudiante, aunque no matrícula de honor. Empero, a sus 20 años sostiene que estudiantes con notas más bajas que ella y menores ambiciones también merecen una oportunidad.

Vestida con una letra U escarlata por “undocumented” — indocumentada — Kim habló ante la Junta Escolar del estado de Georgia en noviembre para pedir que derogara la nueva política que prohibe la asistencia de extranjeros sin permiso de residencia a las cinco universidades más prestigiosas del estado. Y sólo pueden asistir a otros centros universitarios pagando matrículas a precio de no residentes.

“Sólo quiero estar en un medio académico estable, en el que pueda aprender”, dijo Kim.

Finalmente tendrá la oportunidad de estudiar — en una universidad “clandestina” establecida por profesores y activistas comunitarios — tras ser adoptada la nueva ley en Georgia. Los estudiantes, todos ellos extranjeros sin permiso de residencia, se reúnen en un lugar secreto los domingos y estudian un riguroso — aunque no acreditado — programa impartido por profesores de Georgia. Bautizaron a su centro “Universidad Libertad” tras los centros creados por los negros en el sur del país durante la segregación racial.

Aunque su regreso a clase le ha dado renovada confianza, Kim dice le sigue atenazando el miedo. No se atreve a conducir, temerosa de ser detenida en uno de los condados que participan en el programa “comunidades seguras” — que permite a la policía local comprobar la situación migratoria de los detenidos — y de ser deportada. Y desde que anunció públicamente su situación, supo que algunos de sus antiguos profesores y amigos la consideran una delincuente.

El malestar con esa actitud –tratarlos como delincuentes– es uno de los motivos del movimiento y atrae a nuevos reclutas. Fue la razón que impulsó a Diane Martell, de 17 años y residente en Bessemer, Alabama, a ser detenida el año pasado tras la entrada en vigencia de la ley de inmigración más draconiana del país, que empuja a los inmigrantes ilegales, como sus padres, a optar por la “autodeportación”.

“Es como si la gente se hubiese asustado”, dijo Martell. “Ya no salían más. Fue como si no fueran ya seres humanos”.

Por ello, esta tímida estudiante de secundaria, a la que le gustaría estudiar medicina, hizo algo impensable hace un año.

Se unió a un grupo de jóvenes activistas de fuera del estado que acudieron al Capitolio de Alabama. Se sentó y entorpeció el tránsito, sabiendo que sería detenida y que corría el riesgo de ser deportada a México, donde sus padres pagaron a un “coyote” para que los trajera ilegalmente en el país cuando tenía 11 años.

Es muy valiente, dijo su padre en español.

Pero Martell, acusada solamente de alterar el orden público y dejada en libertad a las pocas horas, no se considera valerosa. Se siente envalentonada. Dice que está harta de ver la cara de miedo que pone su padre cada vez que conduce, cansada de que su madre le suplique no vaya a la escuela los días en que queda estacionado al final de la calle el autobús de ICE, cansada de las limitaciones de su vida.

“Somos seres humanos”, dijo Martell. “No somos delincuentes, ni somos extranjeros y no podemos callarnos solamente”.

En Sanford, Carolina del Norte, Cynthia Martínez muestra su indignación con un sistema legal que la acosa tanto que adquirió un boleto de ida a México con la esperanza de encontrar la forma de regresar legalmente al único país que ha conocido.

Carolina del Norte no permite a los extranjeros sin documentos pagar las matrículas de los residentes en el estado, por lo que debe pagar una matrícula mucho más cara, de no residente. “¿Por qué tengo que pagar cuatro veces más por la matrícula e inscribirme solamente después que todos los demás?”, preguntó Martínez, de 21 años, que vino sin documentos de México a los dos años. “Es la vuelta de las (leyes segregacionistas) de Jim Crow, de vuelta a sentarse al final del autobús”.

“Si vas a hacerlo (destaparse) ¿por qué no hacerlo a lo grande?”, comenta su hermana mayor, Viridiana, una activista del movimiento. Y por ello, en marzo, con una camiseta que rezaba “indocumentada y sin miedo”, Martínez se unió a un grupo de activistas que acudieron a una audiencia de un comité legislativo sobre inmigración. Tras escuchar al senador estatal republicano George Cleveland condenar a los “inmigrantes ilegales” por ser delincuentes y narcotraficantes, incapaces de hacer otra cosa que no sea trabajos manuales, Martínez se levantó.

“Soy uno de esos delincuentes de los que habla”, dijo entre sollozos. Mientras era sacada a empujones y esposada, gritó “soy de Carolina del Norte” aunque varios miembros del comité le gritaron “¡váyase a casa!”.

Martínez se fue a casa — en Sanford — donde ocurrió algo inesperado. En su pueblo, donde ella y su familia pasaron la vida intentando ocultar su situación, mintiendo con frecuencia, los vecinos se le acercaron en el supermercado y en el restaurante de comida rápida donde trabajaba. Le dijeron que no sabían lo duro que era no tener papeles, le brindaron su apoyo y le ofrecieron ayuda.

Una cosa es que los transgresores apoyen la causa y otra es la dificultad que encaran los padres. Horrorizados por acciones que consideran destructivas, muchos tienen duros y penosos enfrentamientos con sus hijos.

Dulce Guerrero, de 19 años, vino a casa tras ser detenida en una concentración en Atlanta el año pasado. Su padre lloraba y su madre estaba más enfadada que nunca.

Mohammad Abdollahi dijo simplemente que no habla de su activismo con sus padres, porque lo encontrarían oprobioso. Alaa Mukahhal sostienen lo mismo y admira a quienes son detenidos por la causa, aunque no llega a tanto porque le rompería el corazón a su madre.

Empero, otros hablan de una creciente comprensión por parte de sus padres, para quieres su lucha es también su causa. Cuando Diane Martell fue detenida frente al Capitolio de Alabama en marzo, su padre se encontraba entre la multitud. En Duluth, Georgia, Nayeli Quezada, una estudiante de la Universidad Libertad, dijo que su activismo envalentonó a sus padres sin autorización legal para vivir en Estados Unidos a “destaparse”.

Y en Nueva York Alejandro Benítez acompañó a su hijo, Rafael, en marzo a una marcha de “destape”. El padre sacaba pecho con orgullo al ver cómo su hijo de 16 años decía a los congregados en Union Square que era un “indocumentado, sin miedo y sin excusas”. Benítez nunca había visto a este muchacho reservado y callado, que espera estudiar ingeniería, tan animado o tan seguro.

“Nuestra generación, éramos cobardes”, dice Benítez, que abandonó México cuando Rafael tenía seis años. “Estos jóvenes son luchadores”.