“Yo soy indocumentada y pago mis impuestos, ¿y tú qué, Trump?” ha escrito en inglés en una pancarta Ericka Flores, de 32 años, quien se considera 100% una ciudadana estadounidense aunque “sin el papel”.
Flores no sabía que estaba aquí de manera irregular hasta que quiso matricularse para la universidad y notó que había una casilla para poner el número de nueve dígitos de seguro social.
Le pidió a su madre, una migrante salvadoreña, que se lo diera.
Su respuesta fue que no podía tener uno porque era “ilegal”.
“Nunca nos habíamos catalogado de esa manera antes y pensé que yo había hecho algo malo”, relata la soñadora, nacida en Mexicali, Baja California, y residente de San Bernardino. No se dio por vencida, sin embargo, y encontró la manera de seguir estudiando.
DACA cambió su vida
Cuando llegó el programa administrativo de la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia o DACA, cambió su vida.
“Fue algo monumental”, expresa Flores, ya que la facilitó el que siguiera estudiando en la universidad y se graduara en sociología.
“Antes de DACA yo era un fantasma, me sentía invisible”, añade.
El saber el 5º de septiembre que el programa de DACA se iba a suspender fue otro recordatorio para Flores de que no podía seguir esperando a que el gobierno dictara cuál sería su futuro ni el del resto de los 11 millones de indocumentados que llevan “a cuestas esta economía, y que hacen los trabajos que nadie más quisiera”.
Por eso, a Flores le apasiona su trabajo como organizadora para el Centro de Acción Comunitaria y Justicia Medioambiental (CCAEJ) en el Valle de Jurupa donde le toca hacer “lo que haría de todas maneras”: salir a informar a su comunidad.
Sueña con estudiar derecho y hacerse abogada para seguir defendiendo a su gente.
“Este es mi país”, afirma.
