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La guerra es el fracaso. Es la demostración de que todo lo demás falló. Es la triste confirmación de que la fuerza bruta se impuso a la inteligencia. Por lo tanto, lo único que queda es matarse.

Colombia lleva casi cinco décadas viviendo así. Ya basta. Hay que apostar por la paz y buscar algo mejor que matarse. Una Colombia en paz será, sin duda, una Colombia más fuerte y congruente hacia fuera.

Fue muy valiente la decisión del gobierno del presidente Juan Manuel Santos de iniciar un diálogo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en Noruega y Cuba. Lo más fácil hubiera sido seguir atacando a las FARC, que han estado tratando de fomentar una revolución nacional desde los años 60, como lo hicieron los gobiernos que lo precedieron. Pero esa estrategia tiene dos graves problemas: Uno, no habría acabado con la guerrilla, y dos, pospondría el conflicto y la violencia por varios años más.

He oído todos los argumentos para seguir la guerra. Algunos dicen que las FARC son terroristas, que siguen matando y secuestrando, que es insoportable oírlos hablar desde Cuba. Que viven del negocio del narcotráfico y no lo van a dejar, que entrarían a una normalidad política sin castigo y con plena impunidad, y que solo se trata de una estrategia militar para ganar tiempo, terreno y reputación internacional. Todo esto puede ser cierto. Pero aún así hay que apostar por la paz para Colombia en el 2013.

Los dos grandes líderes de la paz en el mundo, el ex-presidente sudafricano Nelson Mandela y el Dalai Lama, apostaron por la negociación, no por la extensión de la guerra.

Mandela podía haber hecho un llamado a una revolución armada contra el gobierno del apartheid que lo mantuvo en la cárcel durante 27 años, pero apostó por la paz, negociando una democracia plena y leyes estrictas contra el racismo. Mandela ganó, y eventualmente fue elegido presidente – a través de las boletas, no de las balas – del país que lo había encarcelado.

El Dalai Lama, que fue obligado a salir del Tibet en 1959 por el ejército chino, aún confía en la estrategia de no violencia para recuperar su nación. Hace poco, en un tweet a sus más de 5 millones de seguidores, el Dalai Lama refrendó esa filosofía: ”La historia claramente nos demuestra que la violencia no puede resolver nuestros problemas.”

Colombia, aunque le duela a muchos, está siguiendo el ejemplo de estos dos premios Nobel de la paz. La guerra es lo más sencillo porque tiene un resultado seguro: más muerte. Pero el gobierno colombiano quiere lo más difícil: una paz duradera.

Es falso el argumento de que se puede acabar con las guerrillas de las FARC por la fuerza. Si eso fuera posible, muchos presidentes ya lo hubieran hecho.

En esta época de terrorismo mundial, basta un guerrillero con una bomba en un avión o en un centro comercial para desechar la idea absurda de que el gobierno puede acabar con todos y cada uno de los miembros de las FARC por la fuerza. Y por más chocante e injusto que nos parezca, prefiero ver a un guerrillero integrado a la sociedad civil poniendo una nueva ley en el congreso que poniendo un coche-bomba en el norte de Bogotá. Eso es lo inteligente.

La guerra es lo que más atrasa a Colombia. Mientras otras naciones progresan y aprovechan los nuevos mercados económicos y tecnologías, los colombianos están atascados vertiendo recursos en una guerra que se ha prolongado por medio siglo, sin fin a la vista. Es imposible ver hacia delante con tranquilidad cuando te están disparando por la espalda.

Existe, lo sé, un impedimento ético para continuar con las pláticas de paz. La consigna de las naciones libres cuando se trata de terroristas es no negociar con terroristas, bajo ninguna circunstancia. Si Estados Unidos no negocia con al-Qaida, ¿por qué Colombia debería negociar con las FARC? Ante esto basta decir que el gobierno de Santos no podía desaprovechar la oportunidad de negociar con un grupo dispuesto a deponer las armas y que ha establecido un alto al fuego unilateral hasta enero.

La pérdida de Colombia de miles de kilómetros cuadrados de mar territorial frente a Nicaragua – como decidió recientemente y de manera inapelable la Corte Internacional de la Haya – ha erosionado la popularidad del presidente Santos y su visión del país. Pero ese conflicto internacional (que se extenderá por años más) no debe ser utilizado para descarrilar las pláticas de paz. Son dos asuntos distintos. No los mezclemos. La búsqueda de la paz no es solo un proyecto del presidente.

Es, también, la aspiración de millones de colombianos.

Palabra mata bala. ¿Por qué los colombianos se van a seguir matando entre si cuando existe la posibilidad de conversar? Al final, el mejor argumento para negociar la paz es que, si las negociaciones no funcionan, siempre habrá tiempo después para la guerra. Mucho tiempo.

¿Tiene algún comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envíe un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre cuidad y país.

Jorge Ramos es ganador del premio Emmy, autor de nueve libros y conductor del Noticiero Univision.