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 Gary Mendoza, y su hijo Michael guardan un momento de silencia cerca de uno de los altares conmemorativos improvisados para honrar las víctimas del tiroteo en San Bernardino.
Gary Mendoza, y su hijo Michael guardan un momento de silencia cerca de uno de los altares conmemorativos improvisados para honrar las víctimas del tiroteo en San Bernardino.
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El empleado del condado de San Bernardino, Chris Nwadike se sentía feliz de ir a trabajar el miércoles.

Era la reunión de capacitación de final del año y el convivio navideño, con comida preparada por los mismos empleados, juegos y tarjetas de regalo como premios.

Varias horas después que iniciara el evento, un grupo de cerca de 85 empleados de la salud ambiental tomaron un descanso. Conversaban entre colegas, salieron al aire libre y disfrutaban de los tamales y buñuelos colocados sobre la mesa de buffet cerca del árbol de Navidad en un salón rentado en el Centro Regional del Inland en San Bernardino.

Nwadike y varios hombres más se dirigieron a los servicios sanitarios.

Fue entonces cuando dos intrusos enmascarados con rifles de asalto y pistolas irrumpieron por las puertas del lado este del estacionamiento, a pocos pies de donde Nwadike estuvo sentado.

Primero, se escuchó una explosión fuerte. Nwadike pensó que el edificio había colapsado. Otros imaginaron que se trataba de una bomba.

Después llegó el sonido distintivo de ráfagas rápidas de municiones de rifles semiautomáticos: pop, pop, pop, pop, pop, pop.

Los tiradores, vestidos de negro y con chalecos tácticos cargados de municiones, dispararon un máximo de 75 balas por todo el salón. El impacto de las balas rompió los vasos de agua en las mesas y provocó que los aspersores contra incendios se encendieran, rociando de agua el caos que ocurría abajo.

El olor a acre de la pólvora llenó el salón, y el sonido ensordecedor de la alarma de incendios se mezclaba con los lamentos de los empleados incautos.

El ambiente festivo se convirtió en terror, mientras los asistentes del convivio se lanzaban al piso en busca de refugio. Se aferraron el uno al otro debajo de las mesas del buffet y apenas lograban refugiarse detrás de las sillas sobre el piso.

Oraban, lloraban y se preguntaban cuándo pararía todo.

Los minutos se sentían como horas.

Los dispararos constantes continuaron durante unos 30 segundos. Hubo una pausa mientras los hombres armados volvían a cargar sus armas. Luego, se oyeron disparos solitarios, siguieron los gritos y los gemidos de las víctimas.

Algunos, como Julie Swann-Paez, se hicieron pasar por muertos tras recibir un disparo. Mientras yacía inmóvil sobre la alfombra, con una herida en el estómago, uno de los tiradores regresó y le disparó en la parte superior del muslo.

Sus colegas de trabajo Denise Peraza y Shannon Johnson se acurrucaron detrás de una silla, el brazo izquierdo de él apretado alrededor de ella, manteniéndola cerca. “Estoy aquí”, le dijo justo antes que una bala le atravesará la espalda a ella y otra bala lo mató a él.

Eurich Santiago se acurrucó debajo de una mesa, lo único entre él y los tiradores era un mantel. El agua de los vasos rotos goteaba sobre su espalda mientras esperaba el final del tiroteo.

Otra mujer se arrastró fuera del salón y se escondió en un armario.

El instinto de supervivencia llegó a John Ramos, quien trepó frenéticamente para escapar la matanza. Se lesionó las manos, muñecas, rodillas, pies y espalda cuando saltó y cayó por encima de un arbusto; pero está vivo.

Nwadike y Patrick Baccari también están vivos, probablemente porque se encontraban en el servicio sanitario al frente de la sala de conferencias.

Baccari estaba parado cerca al dispensador de toallas de papel cuando empezó el tiroteo. Se lesionó el rostro con los escombros que volaban por los aires, posiblemente de los pedazos de azulejos que se despegaron de la pared.

“¡Al suelo!”, les gritó a sus colegas.

Baccari y otro hombre se sentaron y mantuvieron la puerta del baño cerrada con los pies.

El tirador “no iba a entrar. Supongo que si entraba, lo haría sobre nuestros cadáveres”, dijo Baccari.

Nwadike estaba boca abajo en el piso de uno de los sanitarios.

“Oré y me preguntaba, cuándo sería mi turno”.

En los cuatro minutos que tardó la policía en llegar, las víctimas aterrorizadas enviaron mensajes de texto y llamaron a sus familias, muchos sin saber si iban a vivir o morir.

Swann-Paez le envió un mensaje de texto a su esposo e hijos, una fotografía de ella en el suelo con las palabras: “Los amó. Me dispararon”.

Jennifer Stevens le dejó un mensaje de voz a su madre cuando ella no respondió la llamada: “Mamá, estoy bien; recibí un disparo”.

En otra parte del edificio, los empleados del Centro Regional del Inland también buscaron refugio.

Acurrucados debajo de un escritorio; una estantería colocada contra una puerta de oficina, Regina Kuruppu tomó con fuerzas las manos de su colega de trabajo y empezó a orar en voz alta, incapaz de ignorar los gritos aterradores que provenían del piso de abajo.

“Padre Celestial”, oró, mientras que sus colegas trataban de ofrecer palabras de consuelo; “vela por mi familia; vela por nosotros”.

Cuando la alarma de incendios había sonado minutos antes, Kuruppu estaba sentada en su escritorio en el segundo piso del edificio 3.

Pensó que la alarma era sólo un simulacro – hasta que llegó abajo y vio a dos cuerpos en una poza de sangre en la puerta del auditorio, los ojos de las víctimas estaban abiertos, sin pestañar.

No se detuvo a preguntarse qué maldición había llegado al centro por la mañana o por qué. Esas respuestas llegarían después, no sólo para ella, pero para una nación conmocionada no tan sólo por otro tiroteo masivo, pero otro acto de terrorismo en el país.

Atrincherada en el piso superior, Kuruppu sólo podía rezar por protección –incluso cuando se preparaba para morir, recordó a su hijo y le envió un mensaje de texto a su hermana.

Una mujer de gran fe, Kuruppu intentó aferrarse a la esperanza. Pero las imágenes de los ojos abiertos sin pestañar que vio en la planta baja seguían regresando a su mente.

El teniente de la policía de San Bernardino, Mike Madden, el primero en la escena, ingresó al caos con otros tres agentes, pasando sobre los cadáveres en el camino.

A Madden le sorprendió los rostros aterrorizados de los sobrevivientes. Se sintió culpable cuando pasaba entre los heridos que obviamente necesitaban ayuda. Sin embargo, su equipo debía asegurar el edificio primero. La policía no sabía si los tiradores todavía se encontraban adentro.

“Era indescriptible la matanza que estábamos presenciando”, explicó.

Eventualmente, los agentes empezaron a evacuar el edificio. Trabajaron en calmar a los que se encontraban en los pasillos que susurraban y se apretaban las manos, preguntándose quién era el tirador.

Tenían que mantener las manos en alto, ya que los tiradores todavía andaban sueltos. Un muchacho joven caminaba de la mano de dos mujeres mientras avanzaba lentamente. Un agente le dijo al grupo: “Relájense; todos traten de relajarse. Los voy a proteger y me pondré como escudo antes que ustedes reciban una bala; se los aseguro”.

El saldo final, 14 personas muertas, 21 heridos, convirtiéndose en el tiroteo masivo con más muertes desde los 27 que fueron asesinados en Newtown (Connecticut) en el 2012.

No fue hasta varias horas después que las víctimas se enteraron que uno de los tiradores era uno de sus colegas –Syed Rizwan Farook, quien trabajó como supervisor de salud ambiental para el condado por cinco años.

La otra tiradora era su esposa, Tashfeen Malik.

Malik era oriunda de Pakistán, y se mudó a Arabia Saudita siendo joven. Ella no se encontraba en ninguna lista de vigilancia de terrorismo, pero al menos un experto en terrorismo cree que pudo haber radicalizado a Farook después que se conocieron a través de un servicio de citas por internet.

Farook asistió al convivio navideño esa mañana y compartió la mesa con Nwadike y Baccari.

No fue hasta cuando los organizadores del evento estaban repartiendo unos dispositivos electrónicos para un juego de preguntas, antes del descanso, cuando ambos notaron que el asiento de Farook, al final de la mesa, estaba vacío, pero sus pertenencias todavía estaban allí.

Nwadike pidió un dispositivo para Farook, suponiendo que iba a regresar. Cuando Farook regresó alrededor de las 11 a.m., llegó con su esposa, armas y muchas municiones.

Nadie se salvó de su furia asesina, ni siquiera el mejor amigo de Farook en la oficina, Isaac Amanios. Él fue el primero a quien mató cuando lo encontró sentado en una banca afuera de la pared de cristal de la sala de conferencias.

“No se quedaron por mucho tiempo. Simplemente tiraban balas por todos lados”, dijo Nwadike.

La pareja huyó en un SUV negro que habían alquilado un par de días antes.

La policía recibió una alerta sobre la identidad de Farook por alguien que se encontraba en el interior del edificio. Esa persona expresó su preocupación por la manera abrupta con que Farook abandonó el convivio.

Esa información los llevó a la casa alquilada en Redlands de Farook y Malik. Mientras la policía se acercaba a la ubicación, la pareja salió a toda velocidad en la camioneta, seguido de una persecución y enfrentamiento en San Bernardino.

Farook, quien salió del vehículo, y Malik, quien abrió fuego a través de las ventanas traseras, dispararon 76 rondas. La policía disparo 380 tiros, matando a la pareja.

Un agente fue herido de bala y trasladado a un hospital; sus heridas no eran graves.

La pareja llevaba en sus cuerpos y en el interior del vehículo más de 1,600 balas. En el allanamiento de su casa se encontró un arsenal de 12 bombas de fabricación casera y 3,000 cartuchos de municiones en el garaje.

Nwadike cree que Malik, quien llegó de Arabia Saudita y se casó con Farook en los Estados Unidos el año pasado, corrompió a su ex compañero de cubículo. Los investigadores federales han dicho que ella prometió lealtad a un líder del Estado Islámico a través del internet.

Antes del tiroteo, la pareja llevó a su bebé de seis meses con la abuela, y dijeron que tenían una cita médica.

Suzanne Hurt contribuyó con este reportaje.